La quise, juro que la quise con locura, como todos los amantes jóvenes que se descubren al mismo tiempo. Luego, dejé de quererla y la usé, sin más. Ella me decía te quiero y yo sonreía, sólo eso.
El tiempo pasó y nuestra casa se fue llenando de rutinas, mentiras pequeñas, y manías, mis numerosas manías. Aquellas cosas que en los inicios de toda relación resultan cómicas, entrañables digamos, se tornaron para mí en desagradables. Ya no soportaba verla masticar durante las comidas, como si de un rumiante se tratase, toda la boca llena y el buche inflado. Su piel, que antes tocaba de continuo por pura inercia, ahora me parecía grasienta y desagradable. Sus dientes se habían puesto amarillos, su calor era para mí sofocante, su aliento pestilente… qué pena me daba, qué sentimiento tan inhumano: día a día el asco se apodera de tu razón y no sabes cómo pararlo.
Pero yo sí supe como detener esa sinrazón, ¡oh, vaya si lo supe! La idea se fue apoderando de mí despacio. Primero apareció como en un sueño, y no le di demasiada importancia. Luego las imágenes se sucedían en cualquier momento: mientras trabajaba, conduciendo, en la ducha, no había forma de pararlo. Cuanto más la miraba, más se incrustaba en mi cerebro la idea, el plan. Al cabo de un tiempo todo se había ordenado dentro de mí, no había marcha atrás.
Veinte minutos antes de decirle al oído, suavemente, como cada noche, “Duerme mi amor, duerme”, ya sabía que ella me hacía el amor, mientras yo follaba pensando en lo que iba a suceder poco después. ¡Sí, lo sé!, puede que lo sea, que no sea más que un depravado, un miserable, pero ¿cómo iba a prescindir de sus servicios sin antes saciar lo único que me había unido a ella los últimos años, sin antes dejar para el recuerdo un buen orgasmo?
Cómo llegué a ese estado ni yo mismo lo sé. Supongo que lo único que separa a un loco de un cuerdo es el asesinato, y aunque esta teoría no la tengo del todo definida, se podría decir que algo loco, por tanto, estoy. ¿Pero acaso no hubiera sido más terrible envejecer como desconocidos, o peor aún, huir dejándola con el corazón destrozado el resto de su vida?
Duerme mi amor, duerme, le dije, y agarré la almohada. Apenas un bostezo le dio tiempo a soltar y apreté con todas mis fuerzas. Sus piernas se movían como la cola de un lagarto que es separada del cuerpo. Sus débiles brazos dibujaban figuras en el aire antes de golpear mi espalda sin mucho convencimiento. Resultó sencillo hasta el punto de pensar que quizás, en un postrero signo de lucidez, mi querida esposa no opuso más resistencia porque entendió que yo estaba haciendo lo correcto, lo mejor para los dos. Y es curioso, pero cuando levanté la almohada de su cara, la vi bella como tiempo atrás, hermosa diría, ¡cuánto misterio esconde el cerebro humano, cuánto misterio!
Ahora un vaho espeso pulula por el dormitorio oscuro como niebla en invierno. Cinco días han pasado y su piel ya no me parece tan grasienta ni sus dientes amarillos. No me sofoca su contacto y su olor… bueno, su olor… Ahora, mientras escribo dejando constancia de nuestra historia -por qué no decirlo- de amor; su suave voz suena en mi interior como cada noche desde aquella noche: Duerme mi amor, duerme… me sugiere una y otra vez. Así que debo despedirme, cambiar papel por soga, y cerrar este relato legado a generaciones venideras de amantes, a quienes quizás, de una manera u otra, podrá servir mi experiencia. Cuánto misterio esconde el cerebro humano, cuánto misterio... ahí está de nuevo esta canción celestial, este himno de amor eterno… Duerme mi amor, duerme… sí cariño, ya me duermo.
Del libro de relatos: Ensalada de Canónigos
Jota Ramallo, ediciones Idea 2008
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