Ellos



¿Qué es la felicidad?

La ausencia de miedo

















miércoles, 20 de julio de 2011

Pláticas del porvenir

Foto: JRamallo

Yo estaba en mi pueblo, sentado y mirando la mar en su jugueteo de olas por la playa. Me encontraba en un extremo del paseo, en un local con terraza cubierta por un tinglado de lona para aguantar mejor las horas de fuerte soleo. Era como de un tiempo mucho antes de yo nacer allí. Un pueblo que sólo podía reconocer por las viejas fotos de Panchito. En aquel sitio charlaba con otros, sentados a ambos lados de mi banco. Hablábamos cosas de hombres en una tertulia de hombres; cosas del trabajo y de aquellos tiempos duros y polvorientos. De pronto, la marea había subido tanto que ya cubría toda la arena, y el agua tropezaba contra el muro de protección para aquellas grandes crecidas de septiembre. El que estaba a mi derecha empezó a hablar de la forma en que habían construido aquel muro. Decía no sé qué del encofrado y de las piedras de barranco que le habían metido para aprovechar el poco material. También hablaba de la armazón con unos hierros retorcidos sacados de una galería abandonada, que los cruzaban entre sí para reforzarlo. Su conversación era amable e ilustrada de palabras propias de aquel oficio. Luego, el de mi izquierda me llamó la atención hablándome de otros asuntos, y, a disgusto, perdí el rastro de aquella otra plática que me interesaba mucho más. Cuando volví sobre mi derecha, el hombre seguía hablando de otras cosas, pero sus palabras eran igualmente amenas e inteligentes. Comenzamos a conversar juntos en un tono que nos agradaba a ambos hasta que finalmente el hombre se tuvo que marchar. Al levantarse quise despedirme, llamándolo y tendiéndole la mano. De pronto, él giró sobre sí mismo ofreciéndome a la vista el otro lado de su cuerpo. Estaba casi todo él horriblemente mortificado y deforme; en la cara, en el cuello y brazo, en la pierna. Todo como de quemaduras y turgencias de alguna clase de viruela que hasta llegara a alcanzar músculos y huesos. Debió imaginar algo de mi grado de estupor y repugnancia. A continuación, dijo –¿Estás seguro que quieres darme la mano? –Y allí quedé yo, con mi brazo colgando en el aire, mientras él se marchaba con su parte mala arrastrando a la buena. En la doblez de la vida, más allá de conveniencias y fingimientos.

Herar Cuervo

1 comentario:

Riforfo Rex dijo...

¡Puñetas, este hombre tiene algo! (ya se lo digo a él también en su blog)